“EL PUENTE DE EL MAYORAL” (Leyendas)
Leyendas del siglo XVIII
El 19 de diciembre de 1727, la señora Condesa de Miravalle, entró en posesión de los bienes libres heredados de su madre doña Antonia Francisca de Orozco. Al hacerlo así tomó las disposiciones necesarias para mejorar sus residencias para los días en que buscando el descanso, resolviera venir, ya fuera desde Compostela o México, a pasar en Tuxpan algunas temporadas.
Entre las disposiciones tomadas, dado que con frecuencia se tenía que emplear el Camino Real rumbo a Valladolid, Guadalajara y Compostela, ordenó la construcción de un puente más arriba del que había hecho construir su abuelo el Sr. Capitán D. Manuel de Orozco Tovar cuando los frailes que aliñaron el viejo pueblo, tenían necesidad de aquel puente para dar la ampliación al camino que para carretas y diligencias dispuso el señor virrey de Mendoza.
Este puente de origen romano, con sus arcos y su combada bóveda, fue lo que hasta 1950 fue conocido con el nombre de Puente Viejo, ya muy destruido, colocado en sitio umbroso y sobre la precipitada corriente del río que en riadas atronadoras se estrellaban las aguas del río contra los peñascos negros y lustrosos. Una calzada llevaba desde
Durante la construcción de ese puente tuvieron lugar los hechos que dan forma a la leyenda de El Puente de El Mayorai. Estaban al servicio de
Con el trato común, pues Hernando sin familia alguna vivía en
Así las cosas, Hernando empezó a notar que era objeto de privadas atenciones por parte de
Pensando
Un día en que María le hacía el tocado a su ama a solas en la recámara de ésta, con exquisita prudencia y con sentimientos melosos
—A propósito de la vida, hija, a tu edad me parece que ya es tiempo en que pienses casarte, en formar un hogar. ¿Ya tienes novio?
La sonrojada india, creyéndose descubierta, respetuosa y a la vez amilanada, sobrecogida de improviso, titubeó sin dar respuesta, cosa que era una verdadera confesión para la aguda dama ya tan entendida en amores. Presionó.
—Anda —continuó la celosa mujer. Cuéntame. ¿Qué pasa en tu alma, qué sientes en tu corazón cuando el color sube a tus encantadoras mejillas? No tengas miedo en confiarme las intimidades de tu alma. Tú no tienes madre, yo quiero ser ella para que me confíes tus secretos. ¿Quién es el feliz hombre que te tiene enamorada, que te ha robado ese corazón tan puro, sencillo que irradia perfume de virtud?
—Señora, ama mía.
—Anda, deja de peinarme. Colócate frente a mí, quiero mirar en tu rostro, en el fondo de esos tan bellos ojos la pasión que te tiene rendida. Habla, no te pasará nada. Es más, si de verdad ya has pensado en casarte, aunque lo sentiré mucho que te vayas de mi lado, yo te prometo regalarte el vestido de bodas. Anda, dime, ¿quién es él?
Y al preguntar esto acariciaba la barbilla de María, le alisaba el cabello. Con aquellas caricias se inflamó el corazón de la inocente india, que se perdía en un placer que le dejaba la mano perfumada y suave de su ama y el febril recuerdo ilusionado que hacía palpitar su corazón, pensando en su Hernando. Al fin habló.
—Es Hernando, señora, Hernando su Mayoral.
—Ya me lo figuraba, mi tortolita. Te felicito por tu elección. Es un buen muchacho, se merecen ambos. Ven, acércate, dame un abrazo.
Toda cohibida, María se aproximó a su ama y se arrojó entre los brazos que ella le tendía, descansando su cabeza en el pecho de aquella soberbia mujer, que mojó con lágrimas de felicidad. Pero María lo pudo ver el torvo gesto de la dama, la ira reflejada en sus ojos y en lo apretado de sus labios. María lloraba,
Ya en presencia de ella, con sobresalto y timidez, el Mayoral se dispuso a escuchar a su ama, quien le mandó sentarse frente a ella, hecho inusitado que acabó por hacer temblar sus almas pues bien colegía la mirada sensual con que lo estaba mirando aquella mujer.
—En adelante —empezó ella— pondré a tus órdenes un auxiliar para tu trabajo. Yo necesito tu presencia en casa “día y noche”, sobre todo en la noche, en que bien me hace falta la compañía de un hombre como tú.
—Eso no puede ser, y perdóneme que se lo diga, mi señora ama —dijo Hernando poniéndose de pie—. Mía es la responsabilidad de su hacienda y no quiero dejar en manos ajenas, tal vez irresponsables, el cuidado de sus ganados.
—¡Pues yo lo quiero y lo mando! —gritó descontrolada la fácil iracunda dama, dando un fuerte golpe sobre la mesa de su escritorio.
—Pues en tal caso, perdóneme, renuncio desde este momento a mi trabajo.
—Tampoco lo hagas, o te atienes a las consecuencias.
—¿Qué puedo esperar? No soy esclavo, sirvo en su casa como hombre libre.
—Tú tienes amores con María, en ella me vengaré de tus desdenes haciendo que te odie.
El ser entero del Mayoral se sobresaltó ante este anuncio. Aquella mujer, lo sabía, era capaz de todo. Recapacitando entonces, le dijo:
—Bien. Lo pensaré con calma. Esta misma tarde le resuelvo.
—Lo harás así, porque de otra manera mañana ya será tarde.
—A qué se refiere, señora. .
—Hay una noche de por medio. Yo puedo hacer que María no llegue virgen a tu boda.
—¿Sería capaz de hacerme tanto daño?
—Acepta ahora mismo y te verás libre de congojas.
—Ya vuelvo —dijo Hernando—, saliendo frenético de aquel lugar y maldiciendo en su alma tanta bajeza de aquella mujer tan linajuda.
A esa misma hora fue a verse con el viejo Santiago, a comunicarle el peligro que corría su hija, la amada nieta. Ambos decidieron entrevistarse en Tuxpan con el superior del convento, que lo era entonces Fr. Nicolás Díaz Barriga. De acuerdo los tres, resolvieron rescatar aquella misma tarde a María valiéndose de la autoridad civil, quien cancelé el servicio de la muchacha en la casa condal, una vez que tampoco era esclava y había severas leyes para la protección de los indios.
La rabia de
Han pasado los meses, tantos, que ya estaba a punto de llegar el primer retoño de la simpática pareja.
Inesperadamente vuelve
Era domingo, dentro de los días en que
De pronto aves de mujer hicieron música del silencio; eran
Una racha de viento agitó su amplia falda, ella siguió andando, pero el vestido se había encajado en un clavo saliente, ella se sintió detenida, trastabillando a la vez. Estaba precisamente en medio puente, sintió pavor, quiso apoyarse en un saliente de madera, éste no soporto el peso, se dobló, llevándose con una parte de la armazón de los pasantes a
Un grito de angustia resonó de ambas partes. Hernando que miró el peligro que corría su ama, sin pensarlo se arrojó al agua, aprisionó con un brazo a la aturdida Condesa y nadando corriente abajo, logró salir con ella hacia la orilla.
Todo había sido cuestión de instantes. Un remojón y el susto fueron los daños que sufrió
Otro día, lunes por la tarde, sucedió lo nunca esperado. Llevada por sus sirvientas, la señora Condesa se presentó en el humilde aposento de María. Ahí estaban el Mayoral y Santiago.
—Quiero hablar a solas con ella —dijo.
Los presentes hicieron una caravana y salieron, alejándose hasta la cerca de nopales. Ya solas,
—¿Te asustaste mucho?
—No fue poco, Señora.
—Pero gracias a Dios y a tu esposo nada ocurrió, si no fue la prematura llegada de tu hija.
—Era la hora de Dios.
— ¿Me permites verla?. . . ¡Vaya, si es otra María!
—Eso dicen.
— ¿Me guardas rencor, María?
—Mejor callemos, Señora y ama mía.
—Yo puse los ojos en tu novio y quise hacerles mucho daño.
—El Señor nos ha enseñado a olvidar y a perdonar.
—Eres muy generosa, María. ¿Puedes concederme un gusto?
—La señora dirá.
—Quiero ser la madrina de tu hija, a quien le pondrán Antonio Francisca, como se llamaba mi madre.
Y un suspiró con lágrimas escaparon de aquella alma atormentada. María tomó una de sus manos, la llevó a sus labios, mojándola con su llanto enternecido.
—Hasta el día del bautismo, María, hasta ese día. Yo te haré llegar el roponcito —terminó
—Gracias, Señora. No cabe en mi pecho tanto honor.
—Calla, hija, poco es eso para reparar tanta culpa que llevo en el alma.
Fuera la esperaba Hernando.
— ¿Quieres ayudarme a pasar?
—Vamos, Señora —fue toda la respuesta de Hernando.
Ya en el camino:
— ¿Nada tienes qué decirme?
La callada fue la respuesta.
—Eres todo un hombre, Hernando. ¿Dijiste algo a tu esposa?
—Ella lo adivinó desde antes de casarnos.
— ¿Me guardas rencor?
—Para usted, Señora ama, todo mi respeto.
—Gracias Hernando; y sepulta en tu pecho aquellas mis tristes debilidades.
—Las he sepultado en los ojos de mi María.
— ¿Mucho la amas?
—Menos que a Dios, pero más que a todo el mundo.
—Bendita mujer que el Señor te dio. ¿Sabes que María ha consentido en que yo sea la madrina de esa niña que les ha nacido?
—Los deseos de mi esposa son los míos.
—Gracias, Hernando. Dame tu mano. .. Siento escalofrío y.
—Olvídelo, Señora.
Ya ambos del otro lado.
—Gracias, Hernando, y hasta el día del bautismo. Que sea pronto porque yo tengo que marcharme.
—Cuando usted, Ama, lo disponga.
—El próximo jueves. ¿Está bien?
—Muy bien, si así lo dispone.
—Adiós, Hernando.
—Que Dios la acompañe, Señora.
Y como si la tentación le embargara el alma, volvió rápido a repasar el puente, pero un grito de
— ¡Eh, Mayoral! —Cuando el puente esté terminado llevará el nombre de Puente del Mayoral.
Barranca en Potrero Verde,
“Puente Viejo” “Puente de Santa Catarina” “Puente del Mayoral”
Leyenda
Fue el lo. de septiembre de 1866. Día memorable en la historia de la intervención francesa en el oriente michoacano. En tal fecha, el general Aymard salió de Zitácuaro rumbo a Tuxpan comandando la última columna de gavachos —apodo que en México se dio a los franceses— que abandonaban para siempre las hermosas tierras del Valle de Quensio que significa: “lugar de palomas”.
Dadas las órdenes por el Comando Supremo del Ejército Expedicionario, el Mariscal Lorencez Aymard había tomado el atajo que de Zitácuaro conducía a Jungapeo para evitarse encuentros con tropas republicanas por el camino Real, así, en Purúa cortó por el viejo camino de Calleja para pasar por
La refriega fue dura aunque no sangrienta. En medio de la confusión, por la sorpresa y la inquietud por alejarse de esos lugares, pues había prisa de llegar a Maravatío, donde tendría que unirse a otra columna, el general Aymard ordenó la batida en retirada mediante avanzadas que les cubrían el fuego. De esta manera el pagador del ejército Joseph Gautier, previendo un desastre o una huida que dañara lo que en 36 mulas conducía, o bien pensando avaramente en un mañana, sin consultarlo, hizo cavar un hoyo profundo al pie de una peña, que hoy es conocida con el nombre de Peña de
Los movimientos del ejército republicano, para hacer su gran concentración en la capital del país para celebrar su triunfo, obligaron a los testigos del entierro fabuloso de aquellos dineros a dejar, para un después, el volver a Potrero Verde y hacerse del tesoro, que jamás llegó. Pasaron meses y años, fueron muriendo uno a uno; el último en quedar, ya viejo y achacoso, regresó a Patámbaro sin revelar a nadie su secreto. Un día localizó el lugar, pero impotente para cavar, se concretó en gravar la peña los signos que se observan en el diseño que antecede a este relato. No pudo hacer más, pero en sus postreros días relató a sus hijos aquel hecho del lo. de septiembre de 1866. Camilo Coria, que así se llamaba el antiguo soldado, murió sin lograr disfrutar de aquel dinero. Sus hijos trataron de sacarlo, no dieron con él; otros muchos con los años trataron de hacer lo mismo sin obtener otra cosa que sudor y demasiada fatiga.
Setenta años después de los hechos referidos, vino a México un ciudadano francés trayendo en sus manos el croquis amarillento que situaba el preciso lugar del enterramiento, pero no pudo llegar a Tuxpan por haber sufrido un accidente de tránsito, viéndose obligado a regresar a su patria para encomendar a otro familiar el cuidado de sacar el dinero que el bisabuelo les había dejado en
Y la leyenda de este tesoro sigue en pie hasta hoy día. Hombres y gru. pos de hombres se han presentado en la región, han hurgado con aparatos tratando de detectar el tesoro, sólo un comentario tienen: “Los aparatos marcan la presencia del dinero, pero está el Diablo en posesión de ese tesoro”, y se van.
El dinero sigue allí, dice un vecino del lugar, porque han equivocado el sitio. No falta quién haya consultado con la guija o en el medium espiritista; algún otro ha encomendado la suerte del tesoro a los gurúes y pedido que les sea cambiado el tesoro a sitios más accesibles. Potrero Verde en
Tres cosas evidentes quedan de un hecho histórico:
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