lunes, 7 de julio de 2008

Leyendas

Informacion Extraida de la Monografia de Tuxpan, Michoacan, Disculpenos si hay errores de ortografia u otro tipo :)

“EL PUENTE DE EL MAYORAL” (Leyendas)

Leyendas del siglo XVIII

El 19 de diciembre de 1727, la señora Condesa de Miravalle, entró en posesión de los bienes libres heredados de su madre doña Antonia Francisca de Orozco. Al hacerlo así tomó las disposiciones necesarias para mejorar sus residencias para los días en que buscando el descanso, resolviera venir, ya fuera desde Compostela o México, a pasar en Tuxpan algunas temporadas.

Entre las disposiciones tomadas, dado que con frecuencia se tenía que emplear el Camino Real rumbo a Valladolid, Guadalajara y Compostela, ordenó la construcción de un puente más arriba del que había hecho construir su abuelo el Sr. Capitán D. Manuel de Orozco Tovar cuando los frailes que aliñaron el viejo pueblo, tenían necesidad de aquel puente para dar la ampliación al camino que para carretas y diligencias dispuso el señor virrey de Mendoza.

Este puente de origen romano, con sus arcos y su combada bóveda, fue lo que hasta 1950 fue conocido con el nombre de Puente Viejo, ya muy destruido, colocado en sitio umbroso y sobre la precipitada corriente del río que en riadas atronadoras se estrellaban las aguas del río contra los peñascos negros y lustrosos. Una calzada llevaba desde la Estancia hasta la base del cerro para entroncarse con el camino real.

Durante la construcción de ese puente tuvieron lugar los hechos que dan forma a la leyenda de El Puente de El Mayorai. Estaban al servicio de la Condesa dos personas, mujer y hombre, entre otras muchas: una india purísima y bella, ejemplar de su raza, llamada María Urápite, quien sólo tenía por familia a un indio más que nonagenario, que vivía solitario en un lugar del antiguo Tupa; el otro servicial era un garrido mozo de unos 20 años, mestizo de india y español, que había robado a su padre con la hermosa presencia física, el azul de los ojos y el rubio de sus cabellos. La primera, María, de 17 años, aparte del servicio doméstico en la finca, cada vez que la Condesa venía a la Estancia, se convertía en la persona de confianza para sus atenciones íntimas; en cuanto a Hernando, Hernando Orozco, el garrido muchacho, era el Mayoral, empleo que lo ponía al cuidado de todo el ganado de la hacienda que generalmente estaba confinado en el Agostadero, hoy Agostitlán.

Con el trato común, pues Hernando sin familia alguna vivía en la Estancia, nació entre María y él un romance inocente de purísimos amores, ‘amores que el viejo Santiago Urápite aprobaba, ya que aparte de ser muy recomendable el pretendiente de su nieta, llevaba él en el alma la angustia de morir el más inesperado día dejando sin abrigo conveniente a la dulce María, el encanto de sus ojos y el sostén de su vejez, y nadie mejor que el honradote Hernando podría prodigarle la protección y el cuidado que el viejo anhelaba para su “pequeña” —como él la llamaba.

Así las cosas, Hernando empezó a notar que era objeto de privadas atenciones por parte de la Condesa, de ciertas insinuaciones provocativas, de un vivo interés por recibirlo a solas en su despacho. El prenuncio de una maladada inclinación hacia su persona, Hernando la empezó a intuir cuando la poderosa mujer no soslayaba sus ardientes miradas y sus palabras poco honestas, obligándolo a huir de ella mientras más podía.

Pensando la Condesa en la postura del joven, dio en cavilar hasta encontrar los motivos: Hernando tenía novia —no cabía duda—, y esa novia era su fiel criada María Urápite. Se propuso descubrirlo para confirmar su sospecha, pues el celo, su orgullo de mujer, el desaire, empezaron a corroer su alma.

Un día en que María le hacía el tocado a su ama a solas en la recámara de ésta, con exquisita prudencia y con sentimientos melosos la Condesa entabló el siguiente diálogo:

—A propósito de la vida, hija, a tu edad me parece que ya es tiempo en que pienses casarte, en formar un hogar. ¿Ya tienes novio?

La sonrojada india, creyéndose descubierta, respetuosa y a la vez amilanada, sobrecogida de improviso, titubeó sin dar respuesta, cosa que era una verdadera confesión para la aguda dama ya tan entendida en amores. Presionó.

—Anda —continuó la celosa mujer. Cuéntame. ¿Qué pasa en tu alma, qué sientes en tu corazón cuando el color sube a tus encantadoras mejillas? No tengas miedo en confiarme las intimidades de tu alma. Tú no tienes madre, yo quiero ser ella para que me confíes tus secretos. ¿Quién es el feliz hombre que te tiene enamorada, que te ha robado ese corazón tan puro, sencillo que irradia perfume de virtud?

—Señora, ama mía.

—Anda, deja de peinarme. Colócate frente a mí, quiero mirar en tu rostro, en el fondo de esos tan bellos ojos la pasión que te tiene rendida. Habla, no te pasará nada. Es más, si de verdad ya has pensado en casarte, aunque lo sentiré mucho que te vayas de mi lado, yo te prometo regalarte el vestido de bodas. Anda, dime, ¿quién es él?

Y al preguntar esto acariciaba la barbilla de María, le alisaba el cabello. Con aquellas caricias se inflamó el corazón de la inocente india, que se perdía en un placer que le dejaba la mano perfumada y suave de su ama y el febril recuerdo ilusionado que hacía palpitar su corazón, pensando en su Hernando. Al fin habló.

—Es Hernando, señora, Hernando su Mayoral.

—Ya me lo figuraba, mi tortolita. Te felicito por tu elección. Es un buen muchacho, se merecen ambos. Ven, acércate, dame un abrazo.

Toda cohibida, María se aproximó a su ama y se arrojó entre los brazos que ella le tendía, descansando su cabeza en el pecho de aquella soberbia mujer, que mojó con lágrimas de felicidad. Pero María lo pudo ver el torvo gesto de la dama, la ira reflejada en sus ojos y en lo apretado de sus labios. María lloraba, la Condesa admitía en su alma negra la resolución de impedir aquellos amores para vengarse del desdeñoso Hernando a quien de inmediato hizo venir a su despacho por conducto de la misma María, que radiante de felicidad fue a contárselo todo a su guapo novio.
Ya en presencia de ella, con sobresalto y timidez, el Mayoral se dispuso a escuchar a su ama, quien le mandó sentarse frente a ella, hecho inusitado que acabó por hacer temblar sus almas pues bien colegía la mirada sensual con que lo estaba mirando aquella mujer.

—En adelante —empezó ella— pondré a tus órdenes un auxiliar para tu trabajo. Yo necesito tu presencia en casa “día y noche”, sobre todo en la noche, en que bien me hace falta la compañía de un hombre como tú.

—Eso no puede ser, y perdóneme que se lo diga, mi señora ama —dijo Hernando poniéndose de pie—. Mía es la responsabilidad de su hacienda y no quiero dejar en manos ajenas, tal vez irresponsables, el cuidado de sus ganados.

—¡Pues yo lo quiero y lo mando! —gritó descontrolada la fácil iracunda dama, dando un fuerte golpe sobre la mesa de su escritorio.

—Pues en tal caso, perdóneme, renuncio desde este momento a mi trabajo.

—Tampoco lo hagas, o te atienes a las consecuencias.

—¿Qué puedo esperar? No soy esclavo, sirvo en su casa como hombre libre.

—Tú tienes amores con María, en ella me vengaré de tus desdenes haciendo que te odie.

El ser entero del Mayoral se sobresaltó ante este anuncio. Aquella mujer, lo sabía, era capaz de todo. Recapacitando entonces, le dijo:

—Bien. Lo pensaré con calma. Esta misma tarde le resuelvo.

—Lo harás así, porque de otra manera mañana ya será tarde.

—A qué se refiere, señora. .

—Hay una noche de por medio. Yo puedo hacer que María no llegue virgen a tu boda.

—¿Sería capaz de hacerme tanto daño?

—Acepta ahora mismo y te verás libre de congojas.

—Ya vuelvo —dijo Hernando—, saliendo frenético de aquel lugar y maldiciendo en su alma tanta bajeza de aquella mujer tan linajuda.

A esa misma hora fue a verse con el viejo Santiago, a comunicarle el peligro que corría su hija, la amada nieta. Ambos decidieron entrevistarse en Tuxpan con el superior del convento, que lo era entonces Fr. Nicolás Díaz Barriga. De acuerdo los tres, resolvieron rescatar aquella misma tarde a María valiéndose de la autoridad civil, quien cancelé el servicio de la muchacha en la casa condal, una vez que tampoco era esclava y había severas leyes para la protección de los indios.

La rabia de la Condesa hizo tempestad en la finca. A calmarla vino una carta de México donde se le pedía su presencia inmediata para asuntos improrrogables, pero antes, para colmar su fastidio, tuvo que aceptar la renuncia de Hernando y la separación de María. La Condesa salió otro día a la capital, mientras los novios empezaron a tramitar su boda.

Han pasado los meses, tantos, que ya estaba a punto de llegar el primer retoño de la simpática pareja. La Condesa no daba trazas a regresar, las obras del puente se habían detenido y las cosas, en general, estaban en paz.

Inesperadamente vuelve la Condesa a Santa Catarina acompañada de familias capitalinas que venían en busca de descanso, encontrando tres cosas que ie contrariaron enormemente: el matrimonio de María y su adelantado embarazo; la suspensión de las obras del puente y el desorden y pérdidas en sus ganados. Valiéndose ahora ella de los religiosos, consiguió la Con. desa que Hernando volviera a su puesto de mayoral, pero guardando dentro de su perverso corazón el vil deseo de destruir la felicidad de aquel hogar, haciendo irreparables daños, si era preciso, en la criatura por llegar. Las obras del puente continuaron.

Era domingo, dentro de los días en que la Condesa y sus invitadas estaban de descanso en la Estancia, un domingo de tarde primaveral, fresca y tranquila. Estaba Hernando descansando de su trabajo y de visita con María en la casita de su suegro abuelo. Los dos y el viejo Santiago se habían arrimado a la orilla del río, muy cerca del sitio donde estaban levantando el puente; fresnos frondosos daban sombra. El murmullo del río adormecía con la brisa que escapaba de la riada; sobre el pasto estaban sentados los tres; el indio fumaba, Hernando y María se recreaban viendo pasar la corriente.

De pronto aves de mujer hicieron música del silencio; eran la Condesa y sus visitas que bajaban por el áspero sendero hacia el río en dirección del puente. Llegadas a él, la Condesa empezó a hablar de la obra, de su arquitectura, de su objetivo; en esto su mirada escrutadora descubrió a los tres personajes que tan directamente le tocaban en sus malsanos pensamientos; hizo un gesto de ira, pero con hipócrita alegría les hizo un saludo, los tres contestaron a él poniéndose de pie. Pensando en llegar a ellos, la Condesa se atrevió a dar unos pasos sobre la armazón del puente; viendo que el piso estaba seguro, se propuso pasar al otro lado invitando a sus amigas, pero éstas se abstuvieron de seguirla. Ella quería llegar, mirar de cerca a sus presuntas víctimas y se adelantó volviendo de vez en cuando la cara hacia sus amistades insinuándoles que la siguieran.

Una racha de viento agitó su amplia falda, ella siguió andando, pero el vestido se había encajado en un clavo saliente, ella se sintió detenida, trastabillando a la vez. Estaba precisamente en medio puente, sintió pavor, quiso apoyarse en un saliente de madera, éste no soporto el peso, se dobló, llevándose con una parte de la armazón de los pasantes a la Condesa quien cayó al fondo del río perdiéndose de momento entre las aguas.

Un grito de angustia resonó de ambas partes. Hernando que miró el peligro que corría su ama, sin pensarlo se arrojó al agua, aprisionó con un brazo a la aturdida Condesa y nadando corriente abajo, logró salir con ella hacia la orilla.

Todo había sido cuestión de instantes. Un remojón y el susto fueron los daños que sufrió la Condesa llevada en brazos por el garrido Hernando hasta un lugar conveniente, y los síntomas de parto adelantados por la impresión del accidente. Criados de la hacienda vinieron corriendo para llevarse a su patrona; criadas de la misma se llevaron a María a la casa de su padre abuelo, donde rato después daba luz una encantadora niña, toda parecida a ella, pero con los ojos y pelo de su padre. Todo, pues, después fue regocijo en la Estancia porque la Señora ya estaba bien; felicidad en la casita de Santiago por el feliz arribo de la bisnieta. Los secos brazos del anciano sentían ya el peso de su hija al mecerla cuando a la criatura le reclamara el sueño.

Otro día, lunes por la tarde, sucedió lo nunca esperado. Llevada por sus sirvientas, la señora Condesa se presentó en el humilde aposento de María. Ahí estaban el Mayoral y Santiago.

—Quiero hablar a solas con ella —dijo.

Los presentes hicieron una caravana y salieron, alejándose hasta la cerca de nopales. Ya solas, la Condesa dijo a María:

—¿Te asustaste mucho?

—No fue poco, Señora.

—Pero gracias a Dios y a tu esposo nada ocurrió, si no fue la prematura llegada de tu hija.

—Era la hora de Dios.

— ¿Me permites verla?. . . ¡Vaya, si es otra María!

—Eso dicen.

— ¿Me guardas rencor, María?

—Mejor callemos, Señora y ama mía.

—Yo puse los ojos en tu novio y quise hacerles mucho daño.

—El Señor nos ha enseñado a olvidar y a perdonar.

—Eres muy generosa, María. ¿Puedes concederme un gusto?

—La señora dirá.

—Quiero ser la madrina de tu hija, a quien le pondrán Antonio Francisca, como se llamaba mi madre.

Y un suspiró con lágrimas escaparon de aquella alma atormentada. María tomó una de sus manos, la llevó a sus labios, mojándola con su llanto enternecido.

—Hasta el día del bautismo, María, hasta ese día. Yo te haré llegar el roponcito —terminó la Condesa aún con gemidos reprimidos.

—Gracias, Señora. No cabe en mi pecho tanto honor.

—Calla, hija, poco es eso para reparar tanta culpa que llevo en el alma.

La Condesa salió porque ya no podía más. Una lección, la humilde lección de una india, la honradez de un amante esposo y la venganza del mismo que pudo dejarla morir, habían abierto la herida en ese corazón endurecido y fiero. . - Dios tocaba su alma.

Fuera la esperaba Hernando.

— ¿Quieres ayudarme a pasar?

—Vamos, Señora —fue toda la respuesta de Hernando.

Ya en el camino:

— ¿Nada tienes qué decirme?

La callada fue la respuesta.

—Eres todo un hombre, Hernando. ¿Dijiste algo a tu esposa?

—Ella lo adivinó desde antes de casarnos.

— ¿Me guardas rencor?

—Para usted, Señora ama, todo mi respeto.

—Gracias Hernando; y sepulta en tu pecho aquellas mis tristes debilidades.

—Las he sepultado en los ojos de mi María.

— ¿Mucho la amas?

—Menos que a Dios, pero más que a todo el mundo.

—Bendita mujer que el Señor te dio. ¿Sabes que María ha consentido en que yo sea la madrina de esa niña que les ha nacido?

—Los deseos de mi esposa son los míos.

—Gracias, Hernando. Dame tu mano. .. Siento escalofrío y.

—Olvídelo, Señora.

Ya ambos del otro lado.

—Gracias, Hernando, y hasta el día del bautismo. Que sea pronto porque yo tengo que marcharme.

—Cuando usted, Ama, lo disponga.

—El próximo jueves. ¿Está bien?

—Muy bien, si así lo dispone.

—Adiós, Hernando.

—Que Dios la acompañe, Señora.

La Condesa volvió la espalda. Hernando se quedó mirando a aquella mujer, cuya silueta se dibujaba en el sendero enmarcado por los matones cubiertos de flores. Era mujer, tenía cuerpo; hasta entonces el perfume que ella dejara incitó su carne. . . ¡Y pudo ser mía. . .! —Se dijo.
Y como si la tentación le embargara el alma, volvió rápido a repasar el puente, pero un grito de la Condesa le contuvo haciéndole volver el rostro.
. . –

— ¡Eh, Mayoral! —Cuando el puente esté terminado llevará el nombre de Puente del Mayoral.
La Condesa se hundió en la vuelta del camino; Hernando, dando un suspiro en que arrojó la tentación obstinada en aquel momento, como veneno que corroe la entraña, entonó -una canción y voló al jacal de don Santiago donde lo esperaban los labios pálidos pero húmedos y suaves de su hermosa María.

Barranca en Potrero Verde, La Soledad. La Peña de la Mula. Estas son las marcas que sitúan la presencia de un tesoro sepultado por los franceses a su paso por la orilla del desfiladero el 2 de septiembre de 1866. El dinero de varias mulas cargadas con monedas de oro y plata fueron sepultadas por el pagador del ejército en la premura por escapar del enfrenta miento con los chinacos de don José Ma. Alzati. Inútilmente se ha buscado. Su leyenda se la ofrecemos al lector.


“Puente Viejo” “Puente de Santa Catarina” “Puente del Mayoral”


LA PEÑA DE LA MULA

Leyenda
Fue el lo. de septiembre de 1866. Día memorable en la historia de la intervención francesa en el oriente michoacano. En tal fecha, el general Aymard salió de Zitácuaro rumbo a Tuxpan comandando la última columna de gavachos —apodo que en México se dio a los franceses— que abandonaban para siempre las hermosas tierras del Valle de Quensio que significa: “lugar de palomas”.

Dadas las órdenes por el Comando Supremo del Ejército Expedicionario, el Mariscal Lorencez Aymard había tomado el atajo que de Zitácuaro conducía a Jungapeo para evitarse encuentros con tropas republicanas por el camino Real, así, en Purúa cortó por el viejo camino de Calleja para pasar por La Soledad, llegar al puente de Santa Catarina y tomar el Camino Viejo por el Rincón de Sánchez. Para su desgracia, al pasar frente a Patámbaro, el guerrillero chinaco D. José Ma. Alzati lo esperaba al pie del cerro de La Tortuga con sus hombres para darle la despedida. Pronto se entabló el combate de un lado a otro de la barranca. Fusiles, metralla y cañones nublaron de humo el espacio. Los chinacos trataban de impedir el paso de los franceses; el nutrido fuego que aquellos hacían detuvo horas el convoy que con gran impedimenta conducía también una fuerte cantidad de dinero acumulado, que pensaban ilusionados sacar del país.

La refriega fue dura aunque no sangrienta. En medio de la confusión, por la sorpresa y la inquietud por alejarse de esos lugares, pues había prisa de llegar a Maravatío, donde tendría que unirse a otra columna, el general Aymard ordenó la batida en retirada mediante avanzadas que les cubrían el fuego. De esta manera el pagador del ejército Joseph Gautier, previendo un desastre o una huida que dañara lo que en 36 mulas conducía, o bien pensando avaramente en un mañana, sin consultarlo, hizo cavar un hoyo profundo al pie de una peña, que hoy es conocida con el nombre de Peña de la Mula, donde hizo depositar el tesoro encomendado a su cuidado; hecho esto, mientras atronaba el cielo con los nutridos disparos por ambas partes, trazó un croquis del lugar, dejó las mulas sueltas, y escapó ya casi a punto de ser acorralado por los valientes chinacos, que percatándose de sus maniobras, habían cruzado el barranco para apoderarse del -dinero. Una carga inesperada por parte de la retaguardia francesa los obligó a retroceder; fueron seguidos hasta el fondo del barranco; para escapar se vieron obligados a tomar el cauce del río en una distancia de dos a tres kilómetros; volvieron a treparse en la empinada cuesta para unirse a su compañía. El fuego siguió intenso, los franceses consumían pólvora y cartuchos en frenético desquite por la obstrucción del camino; de esta manera el capitán Alzati, a su vez, emprendió una retirada en orden a Patámbaro; por este lugar a Las Anonas, habiendo bajado hasta Jungapeo, de donde tomó el camino de Zitácuaro de donde envió al Gral. Vicente Riva Palacio su célebre mensaje anunciando la escapada del enemigo.

Los movimientos del ejército republicano, para hacer su gran concentración en la capital del país para celebrar su triunfo, obligaron a los testigos del entierro fabuloso de aquellos dineros a dejar, para un después, el volver a Potrero Verde y hacerse del tesoro, que jamás llegó. Pasaron meses y años, fueron muriendo uno a uno; el último en quedar, ya viejo y achacoso, regresó a Patámbaro sin revelar a nadie su secreto. Un día localizó el lugar, pero impotente para cavar, se concretó en gravar la peña los signos que se observan en el diseño que antecede a este relato. No pudo hacer más, pero en sus postreros días relató a sus hijos aquel hecho del lo. de septiembre de 1866. Camilo Coria, que así se llamaba el antiguo soldado, murió sin lograr disfrutar de aquel dinero. Sus hijos trataron de sacarlo, no dieron con él; otros muchos con los años trataron de hacer lo mismo sin obtener otra cosa que sudor y demasiada fatiga.

Setenta años después de los hechos referidos, vino a México un ciudadano francés trayendo en sus manos el croquis amarillento que situaba el preciso lugar del enterramiento, pero no pudo llegar a Tuxpan por haber sufrido un accidente de tránsito, viéndose obligado a regresar a su patria para encomendar a otro familiar el cuidado de sacar el dinero que el bisabuelo les había dejado en La Peña de la Mula, lugar que así dieron en llamarle al hablar de este tesoro. Nadie pudo venir más. Un suizo, don Carlos Bulher, obstinadamente puso muchos hombres a trabajar en tal sitio sin obtener otra cosa que disminuir peligrosamente su corto capital.

Y la leyenda de este tesoro sigue en pie hasta hoy día. Hombres y gru. pos de hombres se han presentado en la región, han hurgado con aparatos tratando de detectar el tesoro, sólo un comentario tienen: “Los aparatos marcan la presencia del dinero, pero está el Diablo en posesión de ese tesoro”, y se van.

El dinero sigue allí, dice un vecino del lugar, porque han equivocado el sitio. No falta quién haya consultado con la guija o en el medium espiritista; algún otro ha encomendado la suerte del tesoro a los gurúes y pedido que les sea cambiado el tesoro a sitios más accesibles. Potrero Verde en la Barranca de La Soledad es un profundo desliz, una grieta gigantesca abierta hace miles de años por un fenómeno telúrico de espantosas proporciones. Chaparrales, zirandas, guajes y tepeguajes cubren el sólido lugar, sin embargo, hacia el fondo, se forman exuberantes vegas donde hay siembras, platanares y otros cultivos.

Tres cosas evidentes quedan de un hecho histórico: La Peña Baleada con diez impactos de cañón al pie del cerro de La Tortuga; la Palma Baleada también tocada por balas de cañón en Los Mogotes, arriba de la Soledad, y las marcas bien definidas de una mula y dos signos como de fierros para marcar ganado. Además, muchos refieren, han visto arder con grandes flamas azuladas, han escuchado atronadores disparos y angustiosos gritos de batalla en las noches obscuras. Entonces aúllan los perros y lloran los cancinos coyotes. Es el Demonio; se persignan las mujeres, o brujos malintencionados que saben dónde está el tesoro y avaramente lo guardan para ellos. Un viejo solitario, un buscaminas ha dicho: “Yo ya sé dónde está ese inmenso tesoro: todo mundo escarba al pie de la peña, a sus lados, pero el dinero se encuentra a una distancia de ella, hacia arriba, es muy peligroso sacarlo, prefiero seguir viviendo pobre”.

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